Equivocamos los conceptos más básicos. Nada tiene que ver la inmersión cultural que supone viajar con el simple desplazamiento de quien turistea. Ahora, casi todo es turismo. "Escapadas" de verano para hacer dos fotos "icónicas" en un decorado preparado a tal efecto. Berlín, Madrid, Milán, Dublín... Calcos de una realidad imaginada en redes sociales.
"Los viajes que trajeron a otros vistiendo nuestros cuerpos" (¿ya se puede citar a Ismael Serrano o aún es pronto para matar príncipes?) es una frase que difícilmente encuentra sentido hoy en día. Viajar, aquel privilegio de mentes inquietas en clases acomodadas se ha universalizado. Como casi todo. Y ya no se trata de recorrer el protectorado francés con sombrilla de encaje o cargar con la vajilla, la cubertería y la cristalería para conocer las fuentes del Nilo. No es eso. El mundo es otro, pero con su evolución ha perdido el misterio. Y al perder el misterio, se pierde el interés.
A las relaciones les pasa lo mismo. Las personas ya no pretenden profundizar en otro ser y tratar de desenmarañar sus porqués, sus tiempos, sus esquinas. Sirve una aproximación somera al exterior, algo fotografiable, a poder ser, en uno de esos decorados urbanos. Un nuevo "novio/amigo/amante/ligue/proyecto/rollo" en una terraza de moda madrileña o en un café vienés. Sin ahondar. Sin mirar dentro. Sin alma.
El ser humano ha dejado de viajar como ha dejado de relacionarse. Hoy, la humanidad se traslada y se relaciona con un único fin: rellenar sus muros digitales de un "je ne sais quoi" que no consiguen hallar ni en la calle más bonita del mundo ni en la persona más bonita de la ciudad.
Hoy, no permitimos que nadie nos cambie de igual manera que regresamos de Troya sin mácula.
No entendemos el viaje como no entendemos al otro. Pero sí, utilizaremos ese imán de nevera para sujetar una postal que, pronto, será sustituida por otro jirón. Un retal de piel nueva para nuestra vida en Instagram.
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